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José Javier llegó de Puertollano tras una corta estancia en Valladolid, luciendo pantalones mostaza y ropita conservadora. Era de los pocos colegiales que asistían regularmente a misa en el Chaminade, y la actitud liberal del cura rojo del Chami le escandalizaba. Fue el único colegial que se sepa que escuchaba a Julio Iglesias, y que se leyó el libro de José María Aznar de la biblioteca del Negro. Hablaba despacito, caminaba despacito, y se movía despacito en la cancha de fútbol, a pesar de lo cual se ganó el inmerecido mote de Pepegol. Cuando demostraba todo su nervio y fiereza era jugando al balonmano. Si Rubén Murga era el Ronaldinho del equipo de balonmano, Pepegol era Puyol, todo brío y pundonor.

A Pepegol se le recuerda, sobre todo, como un pedazo de pan incapaz de molestar nunca a nadie. Era extremadamente generoso con su espacio personal, y dejaba que Aparicio se pasara horas roncando en su cama mientras él intentaba estudiar Ingeniería Industrial, o que sus amigos utilizaran su habitación, la 306, para guardar una ruidosa nevera y una amplia colección de comics eróticos y revistas guarrindongas. Aún resulta difícil entender como, a pesar del ruido de la nevera, los ronquidos de Aparicio, y tener como vecinos a Jorge Fernández, Pablo Castillo, Josu Etxeberría, y el baño, logró sacar la carrera y el proyecto con nota. Su fama de buenazo acabó el día que volvió por la mañana de salir durante exámenes y despertó a toda la planta golpeando cada una de las puertas al grito de “despertad, hijos de puuuuta” y “a estudiar, cabrooones”. En los últimos años, se convirtió en un habitual de las discotecas, en las que era famoso por subirse a la tarima y bailar como si fuera un nadador en una piscina o un francotirador.

La rumorología dice que se casó con una argentina y montó una empresa de paneles solares. Todas las apuestas indican que se convertirá en el excolegial más rico del Negro, si Alejandro Barreda no lo impide.

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